• Històries de vida: el testimoni del Joan Antoni

    25/02/2020

    La Fundació Acollida i Esperança la formen en gran part totes les històries de les persones ateses per l’entitat. Històries úniques. En Joan Antoni ha volgut posar per escrit i compartir la seva, plena de duresa i trencaments com la de moltes de les persones que acompanyem: “Gradualmente lo había perdido todo… Salté a las vías…”. Però també plena d’esperança: “Creer de nuevo en la vida, reconciliarse con ella, disfrutar de las cosas simples, sencillas y gratuitas como una sonrisa, una caricia, una palabra de aliento…”.

     

    Us convidem a llegir sencer el seu testimoni a continuació. Cada dia treballem amb el convenciment que quan una persona entra en una de les cases de la Fundació hi ha lloc per l’oportunitat i l’esperança. Nosaltres l’acompanyarem i serà ella al final qui decidirà el seu camí.

     

    Un frío día de diciembre del año 2013 en el andén de una estación del metro de Barcelona.

    Ese año había cumplido los 60 y, a pesar de haber sido diagnosticado como portador del virus del VIH 20 años antes, había podido beneficiarme de los avances de la medicina que en 1996 empezó a disponer de tratamientos cada vez más efectivos. Gracias a ellos, mi inmunodeficiencia estaba razonablemente controlada.

    Había trabajado toda mi vida, desde los 15 años, e incluso llegué a tener mi propia empresa diseñando y fabricando ropa masculina, primero en Londres y luego en Barcelona, pero todo empezó a desmoronarse en 2008. Por un lado, por la terrible crisis económica y, por otro, por mi galopante adicción a la cocaína y al GHB.

    Gradualmente lo había ido perdiendo todo, mis dos tiendas, mi taller, mi casa, mis amigos, mis pertenencias e incluso el apoyo de la familia y me había quedado solo con dos cosas: mi enfermedad y mi adicción.

    La primera era fácil de llevar, siempre que cumpliera estrictamente los protocolos médicos, pero la segunda condicionaba mi vida de tal forma que había dejado un profundo agujero en mi cerebro y en mi alma y, a pesar de haber pasado casi un año de rehabilitación en Cecas (Centro Catalán de Solidaridad), sentía y estaba convencido de que nunca lo podría superar.

    Vivir dolía, y dolía mucho y constantemente… Por eso había estado acariciando la idea de que acabar mi vida era el único modo que me iba a permitir librarme de ese sufrimiento permanente.

    Esa certeza superó mi instinto de supervivencia y ese día de diciembre, cuando faltaban unos metros para que el vagón delantero del metro llegara al punto del andén donde me encontraba, salté a las vías.

    Como me dijo uno de los médicos del Hospital del Mar, milagrosamente sobreviví, si bien estuve más de diez días en coma con un trauma craneoencefálico grave más una fractura de hombro y de muñeca.

    Nadie vino a verme, solo mi hermana menor envió a alguien, que nunca vi, con una bolsa de plástico con mi documentación y la poca ropa que tenía.

    Una asistenta social de ACASC (Associació Catalana Anti Sida de Catalunya) donde había estado hacía poco solicitando ayuda para encontrar un sitio donde dormir, a instancias de mi hermana conocedora de ese encuentro, contactó a la Fundació Acollida i Esperança de Badalona donde dijeron que disponían de una plaza en Can Banús. Y cuando recibí el alta al cabo de un mes una ambulancia me llevó hasta allí.

    Llegué roto,  física y moralmente, sin fuerzas (necesitaba ayuda hasta para levantarme de una silla), sin dinero, casi sin ropa, sin gafas (se habían roto al lanzarme al metro), sin dientes (también había perdido mi prótesis), y me sentía solo, triste y vacío por dentro. Lo que entonces aún no sabía es que, como no llevaba documentación cuando salté a las vías, en el hospital no sabían quién era y no pudieron ver mi historial médico por lo que, hasta que recobré la consciencia y pude recordar el teléfono de mi hermana, pasaron bastantes días durante los que no recibí antiretrovirales y mis defensas habían disminuido dramáticamente.

    Antes de un mes había desarrollado una bronconeumonía vírica y por segunda vez estuve varios días al borde de la muerte en el Hospital de Can Ruti donde estuve ingresado varias semanas.

    Pero está vez ya no estaba solo. Casi diariamente venían a verme desde Can Banús. A veces una de las enfermeras, a veces un monitor o una monitora o algún trabajador o trabajadora de la Fundació.

    Y superada la gravedad máxima de mi enfermedad, cuando ya era capaz de darme cuenta de las cosas, empecé a apreciar enormemente sus pequeñas muestras de calor humano, de ternura. La simplicidad de una sonrisa, el roce de una mano, una palabra amable, un beso en la mejilla, una carcajada cómplice… Todo lo percibía tan lleno de sentido y de sinceridad que se convertía en una bendita medicina para mi corazón y, como si fueran gotas de agua fresca cayendo lenta pero constantemente en mi boca sedienta, empezaron a darme algo que hacía mucho tiempo que no tenía. Ganas de vivir.

    Una vez milagrosamente recuperado, de nuevo, me llevaron de regreso a Can Banús donde la precisa y eficaz maquinaria de la Fundació para recobrar y enriquecer vidas gravemente dañadas y en peligro, que un día el bendito Pare Costa concibió y creó, estaba a pleno funcionamiento.

    Un techo (cálido y acogedor), comida (deliciosa, sana y equilibrada), atención sanitaria (constante y eficiente), actividades (instructivas y lúdicas), tareas (necesarias y colaborativas).

    Además, a todos/as que lo precisábamos nos facilitaban ropa y calzado, gafas nuevas, prótesis y cuidados dentales, ayuda con nuestro aseo diario cuando por incapacidades físicas no podíamos realizarlo por nosotros mismos, lavandería, atención psicológica, atención psiquiátrica y un equipo de voluntarios y voluntarias que o bien nos acompañaban a la visita del médico y a los hospitales o a los centros de rehabilitación o preparaban nuestras medicinas diarias. En mi caso una hermana religiosa voluntaria estuvo bastante tiempo ayudándome diariamente a caminar por el jardín, solo no tenía fuerzas para hacerlo, y además me deleitaba contándome sus experiencias en las misiones.

    Una atención verdaderamente integral para satisfacer todas las necesidades de un ser humano tanto físicas, como psíquicas, como emocionales y me atrevería a decir también espirituales. Porque el fomento del respeto, la empatía, la ayuda incondicional, el compañerismo, el afecto y hasta el amor por el prójimo son moneda de cambio habitual entre los integrantes y beneficiarios de la Fundació.

    Cada día que pasaba me sentía mejor. Había empezado ya a cobrar la PIRMI que me habían tramitado en Cecas. Incluso estaba yendo al gimnasio gratuitamente gracias a gestiones de la Fundació y había comenzado a dar clases de inglés a mis compañeros.

    En junio del 2015 me ofrecieron la posibilidad de ir a vivir a un piso de la Fundació en Barcelona con dos compañeros más y acepté encantado.

    Comencé a hacer voluntariado en ACASC (la ONG que me había derivado a la Fundació) y en Amics de la Gent Gran y también contacté con Àmbit Prevenció quienes me subvencionaron el coste del examen del Certificate of Proficiency in English que aprobé.

    En enero de 2017 Barcelona Activa me contrató para trabajar un año en el Ajuntament de Barcelona.

    Cuando se cumplieron dos años de mi estancia en el piso de la Fundació me invitaron a buscar alojamiento por mi cuenta, ya que estaba de nuevo trabajando, y lo encontré cerca de Plaza España si bien les hice saber mi preocupación por no saber qué ocurriría cuando acabase el contrato. Me aseguraron que estarían allí si lo necesitara de nuevo.

    Unas semanas después de finalizar mi contrato en Barcelona Activa, encontré trabajo en HP en Sant Cugat y como había acudido, a instancias de Barcelona Activa, a la Fira de la Discapacitat y había presentado solicitud en el stand de Apple, esta empresa me llamó y a mis 64 años me ofreció un contrato indefinido como Especialista en el Apple Store de Passeig de Gràcia, donde hace ya casi dos años que trabajo.

    A pesar de todos estos positivos acontecimientos, aún pesaba en mi mente qué ocurriría cuando quizás mis limitaciones físicas debidas a mi edad ya no me permitan trabajar más y deba jubilarme.

    Cuando lo perdí todo dejé a deber una cantidad sustancial a la Tesorería General de la Seguridad Social lo que coarta mi derecho al acceso a mi pensión de jubilación y solo podré cobrar una PNC.

    Esta circunstancia se la había hecho saber al técnico de SAVA (Servei d’Acompanyament a la Vida Autònoma) de la Fundació Acollida i Esperança y justo el día que se cumplían 6 años de la fecha en la que salté a las vías, Jaime, el técnico de SAVA, me llama y me dice que me han propuesto para compartir un piso de finalidad asistencial que les ha cedido la Fundació Privada Mambré.

    Hoy he firmado en Can Banús el contrato de arrendamiento de mi nuevo hogar que compartiré con dos compañeros más de la Fundació. Es un piso soleado y alegre en Badalona.

     ¿Recordáis ese ser destrozado y desecho, en caída libre, que estaba convencido que el único modo de dejar de sufrir era dejar de vivir, al principio de mi relato?

    Sí, ese era yo. Pero ahora, después de ver y sentir en mi propia piel lo que es la verdadera bondad y el altruismo, he aprendido a amar a la vida de nuevo.

    El deseo de ayudar a los necesitados que un día un hombre sabio y santo sintió en su corazón al ver sufrir a otros humanos y que, junto con otros iluminados, llevaron a la práctica, han ayudado desde entonces a cientos de hombres y mujeres como yo a creer de nuevo en la vida, a reconciliarse con ella, a disfrutar de las cosas simples, sencillas y gratuitas como una sonrisa, una caricia, una palabra de aliento… Porque en definitiva la vida no es más que eso, la realización que el que mira tras tus ojos es el mismo que mira tras los míos.

    Verdad, belleza, compasión.

     

    Joan Antoni

    21 de febrer de 2020