• Escrit premiat en l’edició dels Jocs Florals 2015 de la Fundació

    26/04/2015

    Escrit que va guanyar un dels premis dels Jocs Florals de la Fundació Acollida i Esperança 2015 celebrats a l’entitat en motiu de la festivitat de Sant Jordi. L’autor, en Joan Antoni, va arribar al centre d’acollida Can Banús al febrer de 2014 i actualment està pendent de sortir amb una alta programada cap a un pis del Servei de Suport a la Vida Autònoma.

    LA NOCHE QUE ANHELÉ MORIR

    Mi padre tuvo mucha suerte cuando emigró a Barcelona. Encontró trabajo rápidamente en la filial española de una empresa norteamericana que fabricaba productos químicos. Y yo también tuve mucha suerte con su trabajo. Dicha empresa no sólo pagaba un sueldo decente sino que además tenía una vertiente social hacia las familias de los trabajadores, por ejemplo, recibiendo a los Reyes Magos que repartían juguetes o costeando dos semanas de estancia en colonias de verano a los hijos de los trabajadores.

    Y así es como a mis once años había llegado hasta aquella casa veraniega a las afueras de Castellterçol. Las colonias de verano eran para mí siempre memorables y ese año no lo fueron menos.  Constantemente nos mantenían ocupados con cosas divertidas. Dibujábamos, hacíamos trabajos manuales, jugábamos, hacíamos salidas al bosque e íbamos a buscar fósiles y casi todos los días aprendíamos alguna canción nueva que luego cantábamos a pleno pulmón. Casi cada mañana íbamos a una piscina cercana y para llegar hasta allí recorríamos un sendero que atravesaba los campos y que yo encontraba mágico. Admito mi fijación de niño con las mariposas, pero aquello era demasiado atrevido incluso para mi febril imaginación infantil. Había cientos, quizás miles de mariposas de todos los colores y tamaños que -por alguna razón inexplicable- se concentraban a los lados del camino y literalmente nos envolvían revoloteando a nuestro paso. Ni siquiera cruzaba por mi mente capturarlas como habitualmente hacía. Estaban allí para ser contempladas y admiradas, compitiendo entre ellas por mostrar la máxima armonía y belleza posibles. Un caprichoso obsequio del mundo de la forma para nosotros.

    Aquella noche estaba especialmente contento. Había sido otro día perfecto y no iba a  malgastar mi buen humor en lacrimosas añoranzas de mis padres como hacían algunos niños. Sabía que mis padres estaban bien y contentos de que yo estuviera de colonias. Éramos un grupo de unos veinte niños varones de edades comprendidas entre ocho y doce años y esa noche estábamos a punto de acabar de cenar sentados todos alrededor de una gran mesa. Había cuatro monitores, dos chicos y dos chicas, pero fue el propio director del centro quien nos dijo que esa noche íbamos a hacer una excursión nocturna. ¿Una excursión nocturna? aquello sonaba prometedor y yo que pensaba que ya había sido un día completo. Nos pusimos algo de ropa de abrigo y cogimos nuestras linternas llenos de excitación por lo diferente de aquella salida. Seguimos el camino que se adentraba en el bosque y que ya habíamos recorrido muchos otros días pero que de noche y con los focos danzarines de las linternas parecía un espacio desconocido y nuevo. Tras unos quince minutos llegamos a un claro del bosque suficientemente grande como para que todos nos instalásemos con holgura y los monitores nos pidieron que nos sentáramos en el suelo. Entre risas y juegos con las luces de las linternas obedecimos. Un monitor pidió silencio y nos explicó que nos iban a enseñar una canción y que nos dividirían en tres grupos. Cada grupo comenzaría a cantar en diferentes momentos. Nuestras voces se sobrepondrían mientras cada grupo cantaba una de las tres estrofas, o sea que las tres se escucharían al mismo tiempo. La letra de la canción era en catalán y muy simple. Solo repetía en cada estrofa con notas diferentes tres palabras  “alabad a Dios” en catalán “lloeu a Deu”. Nos la hicieron practicar unas cuantas veces y he de decir que la canción era muy bella, todavía más considerando el significado de sus palabras. Para cantarla todos juntos nos pidieron que apagásemos las linternas. Era una noche clara con luna menguante y la temperatura era cariñosamente amable. Todos cantábamos, incluso los monitores, y nuestros ojos se habían habituado ya a la carencia de luz de las linternas y fue entonces cuando levanté los ojos al cielo. Nunca antes había visto con tanta claridad y rotundidad la riqueza y la magnificencia de nuestro universo. Allí estaba yo sentado sobre la corteza de Gaia contemplando miles de estrellas/soles como pequeños puntitos titilantes, que ahora sabemos que algunos tienen planetas que los orbitan, planetas que reciben de su sol particular la luz, el calor y probablemente las condiciones para la vida, del mismo modo que nuestro Sol generosamente nos las obsequia a nosotros.

    La grandiosidad del espectáculo me sobrecogió de tal manera que inmediatamente me vino a la mente un solo pensamiento, me quiero morir, me quiero morir, me repetía a mí mismo. ¿Que era la muerte para mi, un niño de once años? En realidad no lo sabía muy bien, solo sabía que era lo que más temían los seres vivos. Era dejar de ser, de respirar o de reír o hablar y convertirnos simplemente en materia inerte en descomposición. En cambio estaba muy lejos de ser un pensamiento que me asustara o tuviera cualquier connotación negativa. Era simplemente algo que tenía que ocurrir, que ser cumplido para alcanzar un estado pleno que se me anunciaba cercano y posible con la contemplación de la bóveda celeste.

    Sentí una oleada  de placer que me inundó por completo, un atisbo de plenitud, pero también sentí, que había algo que me retenía “fuera” cuando intuía que mi lugar era “dentro”. Era casi una velada promesa que me decía que si cumplía mi parte alcanzaría esa plenitud absoluta. Cuando acabamos de cantar había casi un silencio total, creo que todos estábamos sobrecogidos por el espectáculo que el cielo nos brindaba y por la magnífica actuación que en su honor habíamos dado con nuestras voces infantiles. Habíamos cantado nada menos que para el Universo entero. El pensamiento de anhelar la muerte persistía y al mismo tiempo empezaba a preguntarme porque la vista de aquella grandiosidad despertaba tal sentimiento en mí.

    Lo que vino a continuación fue aún más sorprendente. Escuché claramente una voz hablándome muy cerca al oído, casi susurrando, que me dijo:  “y morirse está bien”, eso por si quedaba alguna duda de que mi anhelo de morir apuntaba al camino correcto. Toda esta experiencia sigue tan fresca en mi recuerdo como si hubiera ocurrido anoche. En realidad solo han pasado cincuenta años. Durante muchos años, cuando la recordaba, volvía a intentar comprender porque algo percibido como puro goce podía ser acompañado por algo tan tétrico como el deseo de la propia muerte.

    Y ahora un inciso para explicar brevemente lo que aconteció durante esos cincuenta años. Seguí creciendo y dejé atrás mi infancia. A los quince años empecé a trabajar y casi al mismo tiempo comencé una relación con una chica que duró ocho años. Trabajé primero en un banco y después en una caja de ahorros donde acabé siendo director de una sucursal. En 1985 pedí siete meses de excedencia que fui prorrogando hasta el máximo permitido de cinco años y me fui a vivir a Londres donde finalmente permanecí un total de trece años. Al poco tiempo de mi llegada establecí una empresa filial de una empresa catalana en la que permanecí cinco años. En 1990, en un súbito cambio de rumbo,  alquilé una tienda en Covent Garden y me puse a diseñar y confeccionar ropa de hombre.

    No lo había hecho nunca pero fui aprendiendo y acertando hasta lograr que publicaran mis diseños en revistas de moda británicas y a raíz de esta bienvenida publicidad empecé a distribuir a otras tiendas en Europa y América desde mi taller en Islington. En 1998 regresé a Barcelona donde monté un taller de confección en Sants y una tienda en el Eixample donde vendía mis diseños. Me considero afortunado por haber conseguido que mi trabajo me gustara y resultara gratificante.

    En el nivel personal también he sido afortunado pues varias veces he encontrado la persona con la que he podido compartir un periodo de mi vida y edificar un proyecto en común. También como buen hedonista que soy he buscado el placer en casi todas mis actividades. Quizás por ello empecé a utilizar drogas ilegales. A mis veintitrés años marihuana, a los treinta descubrí  la cocaína y, ya en Londres en 1988, los éxtasis se convirtieron en la droga de rigor. A mediados de los 90 volvió la cocaína con fuerza y el 2000 trajo el GHB. Durante muchos años utilicé las drogas como recreacionales, es decir, limitando su consumo a situaciones de ocio, pero hacia el 2006, cuando empecé a consumirlas casi diariamente, fueron ellas quienes empezaron gradualmente a gobernar mi vida.

    Este consumo junto a la crisis mundial que empezó a desatarse a principios del 2008 más una inversión desafortunada que realicé, al abrir una segunda tienda que no funcionó como esperaba, empezaron a afectar mi negocio y mis finanzas. En el 2010 empecé a perderlo todo y al acabar el año había perdido ya el taller, mis tiendas, mi casa y mis amigos. Pero también hubo alguna cosa buena en la primera década de los 2000. Hacia el 2004 descubrí un autor que cambió mi vida. Su nombre Ken Wilber, un filósofo norteamericano considerado por muchos “el Einstein de la filosofía”.  Entre otras muchas cosas, aprendí de él el concepto de filosofía perenne. Esta sugiere la existencia de un conjunto universal de verdades y valores comunes a todos los pueblos y culturas.

    Según sus fundamentos, los pueblos de diversas culturas y épocas han experimentado y registrado percepciones comparables sobre la naturaleza de la realidad, el ego, el mundo y el significado y el propósito de la existencia. Estas similitudes apuntan a unos principios universales subyacentes que forman la base común de la mayoría de las religiones.

    Todos los humanos poseen una capacidad, que sin embargo no es usada y por tanto está atrofiada, para la percepción intuitiva de la verdad última o absoluta y la naturaleza de la realidad. Esta percepción es la meta final de los seres humanos, y su ejercicio y desarrollo son el propósito de sus existencias. Las grandes religiones intentan establecer (o restablecer) la conexión entre el alma humana y esta última y más alta realidad. ¿Quizás fue esa capacidad la que se activó en mí cuando junto a otros niños canté una alabanza a Dios  a la luz de las estrellas una noche de verano? ¿Es el ego, como dice Ken Wilber, una etapa más de nuestro desarrollo de identidad que debe ser trascendido y es la única causa de nuestra infelicidad e insatisfacción? ¿Es nuestro propósito en la vida identificarnos con el Principio Absoluto desde el cual toda existencia es originada y al cual toda existencia retornará? Nosotros pensamos que sabemos “quién” somos, pero,  ante esa pregunta, casi todos responderíamos probablemente  “lo que” somos. ¿Es nuestra identificación exclusiva con el ego la que debe “morir” para dar paso a nuestra identificación con el Absoluto? ¿Responde este planteamiento a lo que sentí una noche de verano de hace 50 años cuando durante una experiencia cumbre deseaba “morir”? ¿Era mi ego el que necesitaba “morir”, mejor dicho, ser  trascendido?

    La filosofía perenne sitúa el objetivo final del hombre en el conocimiento de la Base inmanente y transcendente de todos los seres, lo que es inmemorial,  universal y atemporal.  Nuestra esencia es divina y es nuestro propósito en la vida re-conocernos como quien en realidad somos. Somos el Universo re-conociendose a si mismo. Yo no soy lo que soy,   Yo Soy el Que Soy. “Yo Soy el Que Soy” fue la respuesta que según la biblia hebrea Dios dio a Moises cuando este le preguntó su nombre.  Como estoy seguro sabéis “Ser” es sinónimo de “Existir”.

    Permitidme retomar ahora el relato de mi vida desde finales del 2010. La época más dura de mi vida. Os ahorraré la mayoría de las penurias que pasé que fueron muchas. Vivía y trabajaba en una pequeña habitación alquilada en un piso del Raval. Hacia calzoncillos que vendía por e-bay. Al principio del 2012 finalmente abrí los ojos y dejé totalmente de consumir drogas. A los pocos meses entré en una comunidad terapéutica con un insufrible síndrome de abstinencia que me causaba una profunda depresión e ideas autolíticas.  Al noveno mes me pidieron que me fuera porque un día tomé una sobredosis de benzos en un intento de suicidio. Cuando salí del hospital al que me llevaron, mi situación física, psíquica y financiera era insostenible. Mi familia se desentendió de mi y me vi sin techo y sin ayuda de nadie.

    Aún seguía viendo el suicidio como la mejor opción posible. A veces recordaba la escena de las colonias y pensaba que el “y morirse está bien” quizás no se refiriera solo al ego sino también al final de la vida misma. Después de todo si uno no alcanzaba a desidentificarse de él, es decir, si uno durante su vida no alcanzaba la “iluminación”  y si nuestra esencia común es realmente divina,  al morir regresaríamos a ella. Esta consideración me confortaba mínimamente y la opción del suicidio tomaba fuerza inexorablemente.

    Finalmente, ahora sé que el 27 de diciembre del 2013 me arrojé delante de un metro en marcha. Mis recuerdos de ese momento o de ese día se han borrado totalmente de mi mente. La información que tengo se limita al informe hospitalario que me dieron cuando salí del Hospital del Mar. Decía el informe que habían tardado media hora en sacarme de debajo del metro y que había pasado diez días en la UCI. Casi milagrosamente estaba vivo y casi milagrosamente cuando me dieron el alta me habían encontrado un sitio para vivir, Can Banús de la Fundació Acollida i Esperança desde donde escribo estas palabras y donde he encontrado gente de buen corazón que me han ayudado a rehacer mi vida.

    Cuando llegué aquí poco esperaba que al cabo de unas semanas volvería a estar ingresado en la UCI, pero esta vez en Can Ruti con una bronconeumonía vírica, ni que la muerte estuviera varios días tamborileando sus dedos en la puerta de mi habitación. Al final se fue, pero me prometió volver otro día. Y no importa, porque, como he querido compartir con vosotros, yo sé que una noche de verano a un niño de once años sentado en un claro del bosque y cantando una alabanza a Dios alguien le susurró al oído…..y morirse está bien.

    Joan Antoni